En la calle Parroquia número 172, colindante con el Templo de El Pilar, entre Madero y López Cotilla, pasé una buena parte de mi infancia. El inolvidable Colegio Allende (hoy ubicado en la calle Loro en la Colonia Morelos) de muy gratos recuerdos y más porque mis Padres se casaron en la Capilla María Reparadora, adjunta al Templo de El Pilar.
Mi etapa en el Colegio Allende está llena de reminiscencias; en el portón de madera medio apolillada recargué mi humanidad cuando esperaba la llegada de mi papá en su Mercury. Dos bancas de material franqueaba el paso antes de un enorme cancel negro que tenía una llave que más parecía por su tamaño la mismísima que utiliza San Pedro allá arriba.
El patio central era el escenario de la formación inicial de todos los días; cinco minutos antes de las ocho de la mañana ya se escuchaba la música que anunciaba la formación y en punto de la hora, un toque de campana nos advertía que teníamos que estar en formación correcta, con distancia tomada y en silencio listos para irnos al salón.
Después del saludo matinal de la directora, la Marcha Radetzky nos marcaba el paso para que ordenadamente, desde parvulitos (antes no había Kindergarden) hasta sexto año, marchamos hacia nuestros salones.
Chécalo:
Era un Colegio administrado por Monjitas de la Orden del Sagrado Corazón de Jesús, hermano del Colegio Esperanza también de muy gratos recuerdos. (Hoy Escuela Normal Esperanza que se encuentra todavía por Federación)
Al entrar al salón lo primero que hacíamos era rezar, encomendándonos al Espíritu Santo con aquella hermosa oración "Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor..." y acto seguido empezaba la clase.
Cuando venían los inspectores de la Secretaría de Educación, y a veces lo hacían de improviso, se descolgaban los cuadros religiosos del salón y en su lugar, poníamos al Padre de la Patria o un cuadro del presidente López Mateos que era el primer mandatario en aquellos tiempos todo esto era porque la educación era laica y se prohibían las escuelas confesionales.
Cada año en el mes de junio se hacía la Fiesta Atlética, donde se hacía el cambio de escolta de sexto año que cedía el Lábaro Patrio a los de quinto, la entrega de medallas y diplomas. A veces el escenario era el patio central de la Escuela y otras ocasiones la Cancha Hidalgo que estaba por la Calzada Independencia a una cuadra del Parque Morelos.
Los sábados nos llevaban a misa al Templo vecino (El Pilar) y nos daban unos vales de premio; eran unos recortitos de cartón que tenían pensamientos y frases motivadoras, y que los podíamos canjear cuando había malas calificaciones que por cierto nos daban en unas libretitas forradas de plástico azul con el escudo del Colegio, y era un orgullo llevárselas a nuestros Papás, porque estaban llenas de estrellitas doradas lo que significaba la excelencia académica, lograda con base en cinco áreas: aprovechamiento, disciplina, puntualidad, asiduidad, aseo, y... los vales.
A la salida del Colegio estaba una barrera infranqueable que impedía que saliéramos corriendo hasta la media calle. Al toque de la campana, corríamos desaforados a la calle, pero la limitante protectora era esa estructura metálica enmallada que tenía en el centro una corcholata gigante de una marca refresquera de colores azul y rojo a cuyos lados se apostaban los sempiternos vendedores de duros con salsa roja, de jícama con chile en polvo, de mangos verdes, de pepinos con chile y los infaltables paleteros con sus nieves, paletas y bolis.
Qué tiempos aquellos de la primaria. Recordar es volver a vivir.
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