Las diversas situaciones durante la pandemia me han hecho despertar a un mundo que creí ajeno a mí y a mi familia. Y es que uno como padres se enfoca en el bienestar de los hijos de manera global y un tanto superficial, dejando de lado sus sentimientos, gustos o hasta limitaciones. Les exigimos buenas calificaciones, los presionamos para que sean exitosos, los educamos para comportarse con honestidad, pero ¿qué hay de sus sentimientos?.
Nunca les preguntamos cómo están realmente y en lugar de eso pretendemos ponerles atención, pero no lo hacemos porque es más importante para nosotros sacarlos adelante que dejar de lado el celular, sentarnos a escuchar sobre las peleas con sus amigos o con el novio pero nos estamos perdiendo conocer realmente a nuestros hijos y conectar con ellos.
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Un día, cuando mi hija Fernanda había entrado a estudiar la carrera unos cuantos meses antes de que el virus del Covid-19 se esparciera mundialmente, mi hija con todo el miedo del mundo y con el corazón en la mano se confesó conmigo en la sala de nuestra casa. Me invitó a sentarme y develó su secreto ante mí.
—Mamá, soy bisexual— y apartó su mirada de mi rostro bajando la cabeza con temor y angustia, esperando mi respuesta o quizá un grito desesperado.
Pensó que quizá una madre joven y un tanto rebelde como lo era yo no la juzgaría como en otras familias solían hacerlo y sabiamente no se equivocó. No hice más que abrazarla, llorar de la impresión y decirle que ella siempre iba a ser mi hija, que la amaba sin condiciones y que era muy valiente en reconocerlo.
Debo aceptar que la noticia me cayó como relámpago ya que jamás había notado su predilección por el mismo sexo porque ella había tenido novios, además que era muy femenina al vestir cosa que tampoco tendría porque encasillarla si se vistiera más “masculina o ruda”.
Pero ¿qué fue lo que en realidad sentí yo?, no sentí enojo, simplemente sentí que quizá se le pasaría, que seguramente era una confusión propia de su edad y se lo expresé, ella se molestó naturalmente pero la acepté con todo mi corazón, acepté el hecho que también le gustan las mujeres, aunque de vez en cuando me salían los prejuicios propios de mi generación, que obviamente enojaban a Fernanda.
No puedo fingir que no la veía de manera distinta o que viví esperanzada de que le gustara algún muchacho nuevamente y olvidara el gusto por el amor femenino, pero al recordar de que no tengo a Sofía a mi lado, me hizo recapacitar que debo aceptar las decisiones de mis otras dos hijas me guste o no.
Pensé que si es que las amaba profundamente como siempre lo sentí, debía admitir que si mis hijas son de tal o cual manera, mientras respeten los derechos de los demás, eso no debería de importarme, yo debía respetar sus decisiones.
Es considerable que mi hija sea la única en ser o aceptar pertenecer a la comunidad LGTBQ+ hecho que me puso a cavilar un poco sobre la “imagen de la familia tradicional”. Quizá sea la única en atreverse aceptar sus gustos tal cual son, quizá es la única en ser parte de este grupo por lo que la percibo como una verdadera valiente, enfrentarse a la familia y a una sociedad que, si bien le ha costado trabajo aceptar a la comunidad que día con día va creciendo, no es tarea sencilla y menos aún por la homofobia que continúa vagando por las calles.
Los hijos son prestados yo solo fui un canal para que llegaran a este mundo. Siempre les he inculcado el respeto al derecho ajeno, ellas crecieron con valores y en amor para que ese amor lo lleven a su sociedad, a aceptar y respetar otras formas de ser y pensar, así como las distintas preferencias sexuales, porque siempre han existido, estos tiempos son distintos, existe más libertad de ser y expresarse.
Hoy en día se ven más personas en la calle del mismo sexo tomadas de la mano o con muestras de cariño a diferencia de otros años y a eso lo llamo libertad. He aprendido que los hijos son autónomos y no podemos exigirles que piensen o actúen como nosotros quisiéramos que lo hiciesen, es parte de nuestra individualidad como seres humanos.
La libertad es lo que tantos y tantos jóvenes ansían, así como la independencia de nosotros, comienzan por desvincularse, no en todo por supuesto pero con sus propios pensamientos y preferencias en la vida, pero siempre se les va a quedar algo de nuestra educación.
En varias ocasiones Fer me contaba de como los padres de sus amigas lesbianas o bisexuales al enterarse las golpeaban tremendamente o las corrían de sus casas, así sin un quinto en la bolsa. Me imaginaba el destino de mi hija si nosotros, sin mi apoyo o si no la hubiésemos querido tanto, quizá la habríamos matado lentamente con nuestros prejuicios, desprecio y cerrazón abominables, porque es abominable, no aceptar a un hijo por su homosexualidad y desterrarlo.
Es repugnante que los padres odien tanto a sus hijos que crean que con golpes o encerrándolos en clínicas se les va a quitar el gusto por amar a otra persona de su mismo sexo, es todo.
La homosexualidad no se cura, no es una enfermedad lo han dicho muchos especialistas, es como si sometiéramos a un heterosexual a cambiarse de gusto para ahora ser homosexual. Me recordó al genio Alan Turing, quien inventó la primera computadora en 1936, fue arrestado y castrado químicamente por el gobierno del Reino Unido por ser homosexual lo que lo condujo al suicidio.
Antes de repudiar pensé en hacerme preguntas, abrirme, investigar, buscar ayudarnos a nosotros como padres para poder encaminar a mi hija y no anclarnos en la idea de que ella es el problema, cuando en realidad no es así, pienso que los padres deberíamos de alejarnos del pensamiento de que: a mis hijos nunca les va a pasar, eso le pasó a la familia tal, no a la mía. Por qué no en lugar de cerrarnos pensamos ¿y si yo tuviera un hijo con otra preferencia sexual? ¿cómo reaccionaría? ¿en realidad lo amo tanto como para aceptarlo tal cual es? Y dejar de asombrarnos porque alguien “salió del closet”. Porque a mí me ha pasado que como padres llegamos a platicar con vergüenza las preferencias de nuestros hijos porque no vaya ser que los vean en las redes sociales o en la calle manifestando su amor libremente.
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Tarde o temprano tenemos que verlo como algo natural, nos guste o no, afortunadamente estas nuevas generaciones son más inclusivas. A lo largo de este peregrinar por la vida he descubierto que tengo muchos errores y que tengo la elección de rectificar, de cambiar o aceptar lo que pienso y controlar mis propias emociones.
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He descubierto que nadie viene a este mundo de vacaciones sino más bien venimos para aprender y evolucionar, nunca es tarde para darse cuenta de las equivocaciones, así que la aceptación hacia lo diferente, es un acto de amor y evolución porque, ¿qué importa no tener la razón con tal de vivir en amor y con una profunda paz con los demás y en nuestro corazón? *Si piensas que necesitas ayuda, recuerda que no estás solo, siempre busca a un especialista. Continuará.