Mi esposo, mis dos hijas y yo hacíamos sobremesa después de la merienda, a la vez que platicábamos sobre el encierro que vivíamos y de cómo la tecnología nos acercaba a nuestros seres queridos en la distancia. El reunirnos como familia siempre me alegraba, pero al mismo tiempo me entristecía un poco, dado a que mi tercera hija la menor de nombre Sofía, no la veía desde hace once años.
De pronto sonó mi celular, sabía que eran mensajes debido al tipo de tono que llegaban uno tras de otro sin parar. Eran ya las 11:30 de la noche. —¿Quién podrá ser a esta hora? — me pregunté con la curiosidad de ver el celular de inmediato por si se trataba de alguna urgencia o podría ser un mensaje del grupo de mis amigas las italianas que acostumbraban mandar mensajes, algún video cómico o alguna foto para desear el “Buona notte ragazze”.
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No era ninguna llamada urgente, ni mensaje de mis amigas sino que se trataba de un mensaje que tenía que ver con mi hija Sofía. Mi corazón se aceleró. Sofía es hija de mi segunda pareja quien por despecho me alejó de ella. La relación con su padre fue muy conflictiva, llegó a ser violento con una de mis hijas. No trabajaba, debía dinero a mucha gente, ni pagaba la renta del depa. El poco dinero que teníamos provenía de mi trabajo. Decidí separarme con intención de compartir custodia de Sofía.
Hace once años, en el 2009 para ser exactos, planeaba yo festejar sus cuatro años de edad organizando una fiesta con toda mi familia. El plan era que mi hija pasaría medio día con su padre y medio día con nosotros, por lo cual se me hacía lo más justo para que estuviera con ambos en su cumpleaños. A la hora acordada con él para que me entregara a Sofía ya no me contestó las llamadas. Así que decidí buscarlo a su departamento. Al llegar escuché la televisión, a la abuela de Sofía y a sus otros nietos hablar, pero no escuché la voz de mi hija. Toqué el timbre, noté que se dejó de escuchar la televisión y las voces que provenían del interior. Escuché que su abuela les pidió a los niños que se metieran a un cuarto y que guardaran silencio.
—¡Sh! No hagan ruido— los siseaba con insistencia. Volví a tocar sin respuesta alguna.
—Pina soy yo, abre la puerta, vengo por Sofí. Tu hijo no me contesta el celular, lo tiene apagado y quedamos de que me la entregaría desde hace una hora — volví a tocar con el puño, pero no obtuve respuesta.
Comencé a exasperarme no sabía qué hacer, volví a tocar la puerta más violentamente, y más, y más, hasta que la pateé y me vi golpeándola con ambos puños y piernas por la desesperación. Muy dentro de mí sabía que algo no andaba bien, que él me había jugado una mala pasada, que se estaba vengando porque yo lo había dejado. Y así fue. Regresé todos los días en busca de mi hija pero nunca me abrieron y en una ocasión me amenazaron con llamar a la policía. No me importaron sus amenazas y seguí yendo hasta que me enteré que se habían cambiado de ciudad, al otro lado del país. Nunca más volví a tener comunicación con ella.
Todos estos años recorrí las dependencias públicas pero ninguna me ayudó. Acudí a personas que se supondría me auxiliarían, pero sólo me decían:
—No señora se equivoca, no es secuestro, es sustracción de menor y él es el padre y tiene derecho de tenerla. Después les decía a todos —¿Cuál es la diferencia? Él me la quitó y tanto derecho tiene él como lo tenemos ella y yo.
No había ninguna ley que protegiera hasta muchos años después, llamando a este fenómeno en la psicología como Alienación Parental. Ahora se castiga con cárcel para quien cometa ese delito, pero curiosamente ninguna dependencia pública quería o sabía ejercerla.
Continuará.