/ lunes 13 de mayo de 2024

Incertidumbre, crónica de una pandemia: 'Mi corazón se movió'

El confinamiento me hizo valorar a mis padres y reflexionar sobre lo frágil que es la condición humana que de un día para otro podríamos no estar en este mundo tan etéreo

En una comida familiar después de la pandemia mi padre y mi hermano tuvieron una charla que yo oí por accidente.

Al escucharlos mi corazón se iluminó cuando mi papá le mencionó ¿hijo, sería bueno que yo ya comience a buscar a un geriatra?

Hasta entonces me hice consciente de su edad; de ese padre que siempre vi jovial y que habíamos, pese al pasado, comenzado a tener una relación más llevadera y de cariño. La pandemia me hizo valorar a mis padres y reflexionar sobre lo frágil que es la condición humana que de un día para otro nuestros seres queridos, incluso nosotros, podríamos ya no estar en este mundo tan etéreo.

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Cuando escuché esas palabras fue hasta entonces que comprendí que mis padres eran ya adultos mayores que, sí no habíamos tenido una relación nada fácil, era verdad pero los quería pese a todo el daño que nos pudimos haber hecho, conscientes o no de ello en el pasado.

Siempre se escucha la famosa frase “hay que acercarse más a los padres, uno no sabe cuánto tiempo más estén con nosotros”, pero el problema era que yo los continuaba viendo jóvenes y con miles de defectos. Me molestaba todo cuanto decían o hacían, en sentido figurado los traía “atorados” por tantas cosas que nos habíamos dicho porque ellos tenían su forma de pensar y yo la mía, quizá por eso me incomodaba tanto porque pese a todo los quería.

De niña sentía que no me comprendían, que era muy estrictos conmigo. Era una niña inquieta que todo cuestionaba y cuando llegué a la adolescencia mis padres se sintieron rebasados.

Su hija mayor tomó la bandera de la rebelión y ellos trataron de educarme lo mejor que pudieron. Al llegar a la madurez comencé a visitarlos con menor frecuencia para evitar conflictos.

Poco a poco también dejé de hablarles por teléfono porque si le hablaba a mi mamá terminábamos la conversación enojadas, colgando el teléfono con brusquedad. Yo me sentía tan distinta a ellos pero en realidad no lo era tanto.

No eran perfectos, eran padres como todos con errores y virtudes. Hoy en día es muy diferente a los tiempos de antes, la sociedad te impone un modelo de padres amorosos, permisivos, amigos de los hijos, preocupados por sus sentimientos. No obstante debo reconocer que mis padres me querían a su manera: eran muy sobreprotectores. Al ser yo la rebelde de la casa sentía que el trato hacía mis hermanos era distinto y yo creía que no me querían.

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Tarde me di cuenta que a los hijos se quieren de manera distinta, pero que eso no significa que no los quisieran y me di cuenta de ello hasta que tuve a mis hijas. Comprendí que no podía pretender que nadie, absolutamente nadie, me quisiera o me tratara como yo quisiera porque cada persona es distinta, tiene su propia historia y que no puede dar lo que no tiene o lo que nunca le enseñaron a dar.

Cada persona manifiesta su cariño de maneras distintas o hasta incomprensibles y en mi caso así fue.

Traté de conectar con aquellas situaciones que mis padres a su modo me demostraron todo su cariño y no me refiero al contacto físico, ni material, sino con hechos. Recordé como trataron de sacarnos adelante pese a la tremenda devaluación que vivió el país en 1995. Contra viento y marea mis padres buscaron la manera de mantenernos económicamente, de siempre en cada Navidad darnos regalos, estudios, una casa, comida y estabilidad, pese a que en ocasiones se desesperaban como cualquier humano que eran.

Todas las veces que me enfermé, porque fui una niña muy enfermiza, ahí estuvieron. Las veces que me llevaron al hospital y las que me operaron sufrieron conmigo. Recuerdo en una ocasión que les dijeron a mis padres que probablemente yo tenía leucemia, afortunadamente no fue así, fue otro diagnóstico más benigno.

En realidad fue una bacteria que se alojó en un ganglio del cuello lo que requirió una operación de alto riesgo pero no cáncer. Sólo me quedó la cicatriz de ese trago amargo que pasamos mis padres y yo. Ahora yo siendo madre no me imagino el sentimiento de terror que pudieron haber experimentado mis padres en ese momento; imagino que se les vino el techo del consultorio encima y que sus almas fueron aplastadas por esas palabras frías que, sin mala intención, penetraron en las almas de mis padres.

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Así me hubiera sentido yo si me dijeran que alguna de mis hijas padeciera esa terrible enfermedad que a tantos padres ha devastado y que este gobierno ha dejado desamparados y sin medicamentos desde antes de la pandemia.

Nunca he sido una hija perfecta ni lo seré, como ellos tampoco fueron los padres modelo y está bien, hicieron lo que pudieron con las herramientas que tenían, es lo que tocó y yo he tratado de hacerlo diferente. Tratar de ver el lado positivo de nuestra relación creo que ha sido lo mejor para llegar al perdón, cambiar de perspectiva al mirarlos ahora y ponerme en sus zapatos de vez en cuando. También hubo buenos momentos, no todo fue malo y doy gracias por ello porque esas experiencias me hicieron crecer, ahora con la adultez lo estoy comprendiendo.

Gracias a mis padres por todo el esfuerzo que hicieron para sacarnos a mis hermanos y a mí adelante, gracias por su apoyo, sus cuidados y su cariño. Gracias.

Y debido a esa reflexión escribí lo siguiente: El despertar. Un día, un susurro a través del amor me habló al oído. Oí, pero no escuché, pensé, pero no indagué, miré, pero no observé. Después de un tiempo otro susurro se hizo presente ahora con más intensidad para que yo despertara a mi conciencia y me vino como una ráfaga de iluminación cósmica. Mi vida pasó por mi mente como fragmentos vívidos, todos y cada uno de los eventos en los que mis ángeles estuvieron conmigo cuidándome de la muerte, esos ángeles que con sus alas aterciopeladas me cubrían de la enfermedad con su luz. Entonces esa soledad de la que siempre me quejé desapareció. Esa indiferencia helada que sentía en mi mundo en realidad era protección. Y entendí que a decir verdad sí tenía amor, el amor de mis ángeles que me protegieron a su manera.

Continuará...

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  • En una comida familiar después de la pandemia mi padre y mi hermano tuvieron una charla que yo oí por accidente.

    Al escucharlos mi corazón se iluminó cuando mi papá le mencionó ¿hijo, sería bueno que yo ya comience a buscar a un geriatra?

    Hasta entonces me hice consciente de su edad; de ese padre que siempre vi jovial y que habíamos, pese al pasado, comenzado a tener una relación más llevadera y de cariño. La pandemia me hizo valorar a mis padres y reflexionar sobre lo frágil que es la condición humana que de un día para otro nuestros seres queridos, incluso nosotros, podríamos ya no estar en este mundo tan etéreo.

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    Cuando escuché esas palabras fue hasta entonces que comprendí que mis padres eran ya adultos mayores que, sí no habíamos tenido una relación nada fácil, era verdad pero los quería pese a todo el daño que nos pudimos haber hecho, conscientes o no de ello en el pasado.

    Siempre se escucha la famosa frase “hay que acercarse más a los padres, uno no sabe cuánto tiempo más estén con nosotros”, pero el problema era que yo los continuaba viendo jóvenes y con miles de defectos. Me molestaba todo cuanto decían o hacían, en sentido figurado los traía “atorados” por tantas cosas que nos habíamos dicho porque ellos tenían su forma de pensar y yo la mía, quizá por eso me incomodaba tanto porque pese a todo los quería.

    De niña sentía que no me comprendían, que era muy estrictos conmigo. Era una niña inquieta que todo cuestionaba y cuando llegué a la adolescencia mis padres se sintieron rebasados.

    Su hija mayor tomó la bandera de la rebelión y ellos trataron de educarme lo mejor que pudieron. Al llegar a la madurez comencé a visitarlos con menor frecuencia para evitar conflictos.

    Poco a poco también dejé de hablarles por teléfono porque si le hablaba a mi mamá terminábamos la conversación enojadas, colgando el teléfono con brusquedad. Yo me sentía tan distinta a ellos pero en realidad no lo era tanto.

    No eran perfectos, eran padres como todos con errores y virtudes. Hoy en día es muy diferente a los tiempos de antes, la sociedad te impone un modelo de padres amorosos, permisivos, amigos de los hijos, preocupados por sus sentimientos. No obstante debo reconocer que mis padres me querían a su manera: eran muy sobreprotectores. Al ser yo la rebelde de la casa sentía que el trato hacía mis hermanos era distinto y yo creía que no me querían.

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    Tarde me di cuenta que a los hijos se quieren de manera distinta, pero que eso no significa que no los quisieran y me di cuenta de ello hasta que tuve a mis hijas. Comprendí que no podía pretender que nadie, absolutamente nadie, me quisiera o me tratara como yo quisiera porque cada persona es distinta, tiene su propia historia y que no puede dar lo que no tiene o lo que nunca le enseñaron a dar.

    Cada persona manifiesta su cariño de maneras distintas o hasta incomprensibles y en mi caso así fue.

    Traté de conectar con aquellas situaciones que mis padres a su modo me demostraron todo su cariño y no me refiero al contacto físico, ni material, sino con hechos. Recordé como trataron de sacarnos adelante pese a la tremenda devaluación que vivió el país en 1995. Contra viento y marea mis padres buscaron la manera de mantenernos económicamente, de siempre en cada Navidad darnos regalos, estudios, una casa, comida y estabilidad, pese a que en ocasiones se desesperaban como cualquier humano que eran.

    Todas las veces que me enfermé, porque fui una niña muy enfermiza, ahí estuvieron. Las veces que me llevaron al hospital y las que me operaron sufrieron conmigo. Recuerdo en una ocasión que les dijeron a mis padres que probablemente yo tenía leucemia, afortunadamente no fue así, fue otro diagnóstico más benigno.

    En realidad fue una bacteria que se alojó en un ganglio del cuello lo que requirió una operación de alto riesgo pero no cáncer. Sólo me quedó la cicatriz de ese trago amargo que pasamos mis padres y yo. Ahora yo siendo madre no me imagino el sentimiento de terror que pudieron haber experimentado mis padres en ese momento; imagino que se les vino el techo del consultorio encima y que sus almas fueron aplastadas por esas palabras frías que, sin mala intención, penetraron en las almas de mis padres.

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    Así me hubiera sentido yo si me dijeran que alguna de mis hijas padeciera esa terrible enfermedad que a tantos padres ha devastado y que este gobierno ha dejado desamparados y sin medicamentos desde antes de la pandemia.

    Nunca he sido una hija perfecta ni lo seré, como ellos tampoco fueron los padres modelo y está bien, hicieron lo que pudieron con las herramientas que tenían, es lo que tocó y yo he tratado de hacerlo diferente. Tratar de ver el lado positivo de nuestra relación creo que ha sido lo mejor para llegar al perdón, cambiar de perspectiva al mirarlos ahora y ponerme en sus zapatos de vez en cuando. También hubo buenos momentos, no todo fue malo y doy gracias por ello porque esas experiencias me hicieron crecer, ahora con la adultez lo estoy comprendiendo.

    Gracias a mis padres por todo el esfuerzo que hicieron para sacarnos a mis hermanos y a mí adelante, gracias por su apoyo, sus cuidados y su cariño. Gracias.

    Y debido a esa reflexión escribí lo siguiente: El despertar. Un día, un susurro a través del amor me habló al oído. Oí, pero no escuché, pensé, pero no indagué, miré, pero no observé. Después de un tiempo otro susurro se hizo presente ahora con más intensidad para que yo despertara a mi conciencia y me vino como una ráfaga de iluminación cósmica. Mi vida pasó por mi mente como fragmentos vívidos, todos y cada uno de los eventos en los que mis ángeles estuvieron conmigo cuidándome de la muerte, esos ángeles que con sus alas aterciopeladas me cubrían de la enfermedad con su luz. Entonces esa soledad de la que siempre me quejé desapareció. Esa indiferencia helada que sentía en mi mundo en realidad era protección. Y entendí que a decir verdad sí tenía amor, el amor de mis ángeles que me protegieron a su manera.

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