/ martes 6 de febrero de 2024

Cuento: Incertidumbres, crónica de una pandemia

"Ninguno se imaginaba que el encierro duraría casi todo el año o quizá más"

Los pequeños hijos de mi hermano, fastidiados ya por tanto encierro y por no poder salir al parque a jugar, corrían de un lado a otro de forma simpática; mi cuñada trataba de tranquilizarlos, pero era un caso perdido. Jugaban con todos los juguetes que podían como si no hubiese un mañana, para así olvidarse momentáneamente del encierro.

Le cantamos las mañanitas a mi madre y brindábamos cada uno en sus respectivos hogares, simulando que todo se encontraba bien, ofreciéndonos risueñamente botanas virtuales y fingiendo que las agarrábamos de las pantallas y las comíamos. Ninguno se imaginaba que el encierro duraría casi todo el año o quizá más; solamente había pasado un mes y medio de confinamiento y nuestras vidas ya habían sido afectadas.

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Cada uno de nosotros con sus propios problemas, intentaba darle buena cara a la situación, con el cuerpo y mente entumidos, los ánimos y sentimientos encontrados, intentábamos pasarla bien, olvidando la pandemia mundial que nos tenía con la incertidumbre y la ansiedad, esa que nos asaltaba a ratos durante el día y que por las noches nos daba insomnio o taquicardia hasta que la madrugada llegaba y al fin nos venciera el sueño.

A pesar de ver en las noticias que los muertos pasaban a ser una estadística más para los políticos y gobernantes, así como los periodistas se encontraban desarmados y rebasados ante terrible enfermedad, yo intentaba hacer mi vida “normal”, hacía un poco de ejercicio dentro de mi casa por supuesto, procuraba cocinar más sanamente, cursaba mi carrera online como desde hace ya dos años y pensaba inocentemente:

“Por lo menos no tengo que salir desde muy temprano todos los días a llevar a mis hijas a la escuela y volver a salir más tarde para recogerlas”.

Ya que a veces para ser sincera, antes del confinamiento, me sentía abrumada con tanto ir y venir diariamente por toda la ciudad.

“Por lo menos el confinamiento tenía su lado positivo”, pensaba de forma ingenua, sin saber la magnitud de la tragedia que se avecinaba.

Pero, por otro lado, reflexionaba sobre mi hermano y mi cuñada, ambos médicos, que arriesgaban su vida y la vida de sus hijos, cada vez que acudían a trabajar a los hospitales; era realmente enfermizo y preocupante pensar en la posibilidad de que se enfermaran también. Llegaban a su casa después del trabajo y tenían que quitarse toda la ropa y echarse desinfectante antes de entrar, para no contaminar su hogar y a sus hijos. Había quienes los veían como salvadores, casi héroes, pero había otros que al verlos en la calle vestidos con sus habituales batas, los agredían y los tachaban de irresponsables, de ser ellos los causantes de portar la muerte y el mal a la población.

"Jugaban con todos los juguetes que podían como si no hubiese un mañana, para así olvidarse momentáneamente del encierro". Foto. Charles Deluvio | Unsplash

Apagábamos a ratos el micrófono del celular, para poder platicar con mis padres por turnos y que todos nos pudiésemos escuchar, porque con todos los micrófonos abiertos, era realmente imposible; apenas éramos unos novatos en eso de la tecnología a distancia. Los niños de mi hermano, que eran muy pequeñitos, inocentemente no dejaban de hacer ruido en la imagen del celular dividida en cuatro sobre la pantalla, donde nos encontrábamos todos agrupados. Observaba a recuadro que mi hermano se movía de un lado a otro, por toda su sala, intentando calmar a sus hijos amorosa y pacientemente.

Mis padres sentados juntos, tomaban en sus copas algún licor, mi hermana con su esposo y sus hijos comían botanas, mientras que nosotras tres aguardábamos poco impacientes el momento para hablar. Al final, mi esposo bajó del segundo piso de la casa para felicitar a la festejada y acompañarnos con pan dulce y leche para cenar, al mismo tiempo que continuábamos con la video llamada desde nuestra respectiva pantalla.

Yo no me esperaba lo que después de ese momento familiar iba a suceder. Me sentía contenta a pesar de que no podíamos reunirnos como habitualmente lo hacíamos en los cumpleaños de cada uno de nosotros. Finalmente nos despedimos de nuestra reunión.

Continuará…

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  • Los pequeños hijos de mi hermano, fastidiados ya por tanto encierro y por no poder salir al parque a jugar, corrían de un lado a otro de forma simpática; mi cuñada trataba de tranquilizarlos, pero era un caso perdido. Jugaban con todos los juguetes que podían como si no hubiese un mañana, para así olvidarse momentáneamente del encierro.

    Le cantamos las mañanitas a mi madre y brindábamos cada uno en sus respectivos hogares, simulando que todo se encontraba bien, ofreciéndonos risueñamente botanas virtuales y fingiendo que las agarrábamos de las pantallas y las comíamos. Ninguno se imaginaba que el encierro duraría casi todo el año o quizá más; solamente había pasado un mes y medio de confinamiento y nuestras vidas ya habían sido afectadas.

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    “Por lo menos no tengo que salir desde muy temprano todos los días a llevar a mis hijas a la escuela y volver a salir más tarde para recogerlas”.

    Ya que a veces para ser sincera, antes del confinamiento, me sentía abrumada con tanto ir y venir diariamente por toda la ciudad.

    “Por lo menos el confinamiento tenía su lado positivo”, pensaba de forma ingenua, sin saber la magnitud de la tragedia que se avecinaba.

    Pero, por otro lado, reflexionaba sobre mi hermano y mi cuñada, ambos médicos, que arriesgaban su vida y la vida de sus hijos, cada vez que acudían a trabajar a los hospitales; era realmente enfermizo y preocupante pensar en la posibilidad de que se enfermaran también. Llegaban a su casa después del trabajo y tenían que quitarse toda la ropa y echarse desinfectante antes de entrar, para no contaminar su hogar y a sus hijos. Había quienes los veían como salvadores, casi héroes, pero había otros que al verlos en la calle vestidos con sus habituales batas, los agredían y los tachaban de irresponsables, de ser ellos los causantes de portar la muerte y el mal a la población.

    "Jugaban con todos los juguetes que podían como si no hubiese un mañana, para así olvidarse momentáneamente del encierro". Foto. Charles Deluvio | Unsplash

    Apagábamos a ratos el micrófono del celular, para poder platicar con mis padres por turnos y que todos nos pudiésemos escuchar, porque con todos los micrófonos abiertos, era realmente imposible; apenas éramos unos novatos en eso de la tecnología a distancia. Los niños de mi hermano, que eran muy pequeñitos, inocentemente no dejaban de hacer ruido en la imagen del celular dividida en cuatro sobre la pantalla, donde nos encontrábamos todos agrupados. Observaba a recuadro que mi hermano se movía de un lado a otro, por toda su sala, intentando calmar a sus hijos amorosa y pacientemente.

    Mis padres sentados juntos, tomaban en sus copas algún licor, mi hermana con su esposo y sus hijos comían botanas, mientras que nosotras tres aguardábamos poco impacientes el momento para hablar. Al final, mi esposo bajó del segundo piso de la casa para felicitar a la festejada y acompañarnos con pan dulce y leche para cenar, al mismo tiempo que continuábamos con la video llamada desde nuestra respectiva pantalla.

    Yo no me esperaba lo que después de ese momento familiar iba a suceder. Me sentía contenta a pesar de que no podíamos reunirnos como habitualmente lo hacíamos en los cumpleaños de cada uno de nosotros. Finalmente nos despedimos de nuestra reunión.

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