En abril, cuando las autoridades permitieron salir a las calles, nos volvimos a reunir en el jardín trasero de la casa de mis padres después de la última vez que lo hicimos en noviembre del año pasado, pero esa vez mis padres y mi hermano estaban ya vacunados. Por más de que ya todo se sentía un poco más “normal” se respiraba el aire de incertidumbre. Mi hermano nos contaba como había vivido el confinamiento.
Sus hijos no podían ir a la guardería ni al kínder, mi cuñada trabajaba en la mañana así que él los cuidaba y por la tarde se rolaban para que él se fuera a trabajar y ella cuidarlos. Aún no regresaba la señora que les ayudaba con la limpieza por lo que para ellos era complicado con los niños pequeños y el trabajo.
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En ese entonces me sentía muy frustrada y triste, sentía como si estuviera mi vida estancada. La incertidumbre de la pandemia, el rechazo de Sofí hacía nosotros, las ganas de terminar ya con la carrera y comenzar a trabajar en mi profesión; deseaba ver al fin los frutos de tanto esfuerzo y pasión, todo eso es lo que me tenía girando en un abismo. Por otro lado, veía lo afortunada que era de tener una familia que me apoyaba, me amaba incondicionalmente y que la pandemia no había afectado tanto nuestras vidas; al mismo tiempo en ratos me sentía como mal agradecida con la vida por quejarme.
Me puse a pensar cuál era la verdadera razón de esos sentimientos, traté de conectar con esas emociones que desde hace muchos años reprimía inconscientemente por miedo a sentir o a molestar a los demás con mis problemas y encontré la verdadera razón: después de estar once años buscando a mi hija sentía que todo ese esfuerzo no había dado frutos.
Algunas personas incluso me llegaron a juzgar diciéndome que no había hecho lo suficiente para encontrarla. Me dolió mucho que me dijeran eso porque cada quien sabe cuánto es de suficiente el dolor que cada uno carga en su pecho y en su vientre, cuánto es el esfuerzo que haces por estar bien para ti o para los demás y no puedo imaginar lo que sintieron las personas que perdieron familiares a causa de la pandemia y quizá más de uno; en pocas palabras y como tradicionalmente se dice “no hay corazón desocupado”.
En la página que abrí de Facebook sobre Alienación Parental me llegaron muchos mensajes de personas que atravesaban por una situación similar a la mía, es decir sus exparejas les habían quitado a sus hijos. Eran desgarradoras sus historias. Yo intentaba darles ánimos y recomendaciones, pero es muy complicado ponerse en el lugar del otro aunque uno esté transitando por algo similar.
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Llegó al fin la segunda dosis de la vacunación. Era el mes de abril y mis padres ya estaban vacunados. A finales de ese mes les correspondía a todos los maestros; ahí entraba mi esposo, noticia que nos alegraba demasiado.
El primero de mayo al fin mi esposo fue vacunado por parte de la universidad donde es académico. La dicha que me inundaba el que mi esposo estuviese protegido con la vacuna Cansino, una vacuna china y de una sola dosis, hasta el momento nos hizo sentir más seguros y con una esperanza de vida más real.
La organización por parte de la universidad estatal fue excelente, muy por encima de la que ofreció el gobierno federal que, si me preguntan, este nuevo gobierno ha llevado pésimamente mal el asunto de la pandemia comenzando por el presidente de la República que en su necedad senil y obstinada se negaba por todos los medios a utilizar el cubrebocas dando un pésimo ejemplo a su pueblo, por lo menos a quienes mesiánicamente lo seguían.
El 10 de junio al fin me registré para recibir la vacuna la cual estaba destinada para las personas entre 40 a 50 años. Al llegar al lugar había muchas personas, todas enfiladas esperando el momento de nuestra tan ansiada reencarnación, como yo la llamaba. Nos tenían a todos afuera de un auditorio citados a distintas horas del día. La organización era más eficiente que con los adultos mayores.
Recuerdo que cuando después de bastante tiempo, no sé quizá cuarenta minutos, nos pasaron a todos en una sola fila. Vi a mi alrededor todos los asientos de color azul vacíos que en algún momento habían servido para albergar multitudes de fanáticos felices por ver a su artista favorito, pero ahora estaban vacíos. Todas las personas nos encontrábamos abajo buscando la silla que nos correspondía para ser pinchados en unos breves minutos, como si fuésemos conejillo de indias próximo a ser víctimas de un experimento alemán, estadounidense, ruso, o chino, dependiendo de la vacuna adquirida por el gobierno.
En ese momento recordé una película estadounidense titulada Contagio que Liliana mi hija nos había recomendado iniciando la pandemia, la cual nos dejó un sentimiento de pánico e incertidumbre. Era aterrador imaginarse que los filmes o los libros pudieran tener contenido tan profético y evocativo.
Vacunarme fue una experiencia extraña y no por el temor que pudiera tenerle a las jeringas, sino por la solución desconocida que entraría ahora en mi cuerpo. Había muchas opiniones opuestas de familiares y amigos, unos estaban en contra y otros a favor. En las redes sociales y medios de comunicación había quien suponía al estilo hollywoodense que toda la pandemia había sido una treta maquiavélica de las primeras potencias mundiales para controlarnos e implantarnos un “chip” que a decir verdad, el chip ya lo tenemos implantado en todos nuestros dispositivos electrónicos y aplicaciones, pero muchos hemos tardado en reconocerlo o incluso no lo sabemos.
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Afortunadamente ya no estaban muriendo tantas personas por el Covid aunque una vida es una vida. Sin embargo al llegar el frío de invierno el encierro por las bajas temperaturas y las reuniones decembrinas los casos se volvieron a elevar, eso nos aterrorizó nuevamente. Los enfermos se encontraban aislados e intubados en los hospitales o en sus casas pero los que se encontraban de gravedad no podían ver a sus familiares, morían solos sin despedirse de sus seres queridos, incinerados y sin derecho a un velatorio o a una digna sepultura para así evitar la propagación de la enfermedad.
Esto me recordaba a las practicas que se hacían en siglos pasados cuando los países eran azotados por epidemias y que los mismos artistas inmortalizaban en sus obras como por ejemplo Francisco Goya que sufrió una de esas pandemias en 1797 la cual le provocó sordera y la que lo incitó a pintar obras con referente a la tragedia que su país sufrió en esa época.
La pintura “El corral de los apestados” donde él ilustra el horror que vivían los enfermos en los hospitales, es una escena realmente fúnebre y evocativa. Los enfermos solos, muriendo en un ambiente opresivo y con sólo una pequeña ventana que ilumina el lugar, realmente se parece como ahora mueren los enfermos por Covid pero que nadie, por autoprotección mental, quiere reconocer.
La publicidad se enfocaba únicamente en los instrumentos que nos protegían como los cubrebocas, guantes, trajes de doctores, camillas solas, pero nadie o muy pocos mostraban la muerte, lo que en realidad estaba sucediendo, los mismos artistas actuales quizá por respeto, quizá por miedo, tampoco plasmaban en su arte el terror que sentíamos.
Me parecía que existía una absoluta negación a lo que se vivía por parte de las personas, quizá por autoprotección psicológica y emocional.