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Las recientes elecciones presidenciales en México y las aún más recientes, en Venezuela, sin poder compararse una con la otra ni asemejarse en sus singularidades y características propias de cada una, abren ventanas desde donde se aprecian diversos aspectos que merecen análisis, estudio y comentarios. Iniciando por que el hecho de elegir a los gobernantes, acto humano, inmerso en la disputa por intereses mayúsculos, económicos, políticos, legales, administrativos, sociales, que al ponerse en juego provocan que emerjan las peores manifestaciones de la humanidad con todas sus miserias: necesidad, penuria, estrechez, escasez, prángana, brujez, perversidad, ruindad. tacañería, roñosería, mezquindad, egoísmo y soberbia entre otras.
Evidentemente entre los organismos electorales de México y Venezuela hay mucha distancia en profesionalismo, capacidad y operatividad. No obstante, ambos enfrentaron la presión social, las quejas, el alboroto y el reclamo social, cada cual en su dimensión y en su propia circunstancia. De inicio, la amplía brecha entre los ciudadanos y sus políticos, la falta de credibilidad de la clase política, de los gobernantes, de las dirigencias partidistas, su pérdida de autoridad ante los gobernados y el desgano de la gente en participar en los asuntos públicos e involucrarse en asuntos del gobierno, va en aumento. El crédito social, es decir, la confianza del ciudadano que le otorga a sus gobernantes, se va reduciendo cada vez más. Lo anterior, se refleja en los estudios de opinión pública, en las encuestas, así como en los diálogos callejeros y los comentarios cotidianos.
La necesidad de que los organismos electorales sean estricta y absolutamente autónomos del gobierno, apartidistas, que garanticen que sus actos estén apegados al menos a cinco principios rectores: certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad, se ha vuelto indispensable para el funcionamiento ético, legal y legítimo de la democracia, tanto en México como en Venezuela y en cualquier país democrático del mundo.
Transcurridas las elecciones, al margen del resultado electoral, la estela de decepción, frustración, enojo y revanchismo que queda entre los perdedores, engendra conflictos que exigen la intervención jurisdiccional de los tribunales del estado y picotea reputación y credibilidad a las autoridades electorales, debilitando la gobernabilidad y poniendo en riesgo la estabilidad institucional del estado. Entre más estrecha sea la diferencia entre el ganador y su más cercano competidor, la posibilidad de impugnación y de actos de resistencia y rebelión entre los ciudadanos, se vuelve mayor.
Las minorías sociales que se sienten agraviadas por el resultado electoral, en afán de obtener legitimidad y gobernanza, deben de ser escuchadas, recibidas sus impugnaciones, estudiadas y resueltas conforme a derecho. Los delitos electorales, perfectamente definidos e incluso bien enunciados y contemplados como causales de nulidad de la elección en las respectivas legislaciones electorales, son reglas claras que le dan certeza al juego. El problema no es legal. En el caso de Venezuela, la intimidación y la represión militar y de los cuerpos policiacos nacionales en contra de los opositores, la opacidad en el recuento de los votos, las dudas manifestadas que provocaron el fantasma del fraude electoral, aún sin esfumarse, provoca desgaste social, encono y posibilidad real de ruptura y estallido. En México, la necesidad de reforzar la legitimidad, incrementar la confianza en la institución del Instituto Nacional Electoral y realizar ajustes legales que redunden en la profesionalización del servicio electoral de carrera, son parte de la prospectiva que tiende a mejorar lo que tenemos, defendiendo la autonomía del organismo electoral, para beneficio colectivo. El respeto irrestricto al voto y la satisfacción del elector de que su sufragio vale, cuenta y sirve para definir el rumbo del país, premiar y reconocer a buenos gobiernos y castigar y desechar a los malos, son las premisas que sirven de guía a las reformas porvenir, sin olvidar que todo cambio debe de ser para mejorar, o si no, ni moverle. El punto de comparación con Venezuela nos es muy favorable y comparados con ellos, no andamos tan mal, pero podemos hacerlo mejor, perfeccionar y consolidar nuestro régimen democrático.