Dr. Jorge Chaires Zaragoza
Nuestro sistema político está sustentado en el principio de división de poderes, en donde se busca que el poder de hacer las leyes, el poder de aplicarlas a los casos concretos y el poder de ejecutarlas no recaiga en las mismas manos. No obstante, en la realpolitik, los gobernantes han buscado incesantemente concentrar el poder; la democracia, busca, precisamente evitar esa concentración.
En la teoría parlamentaria se ha dicho que los sistemas políticos que mejor funcionan son aquellos en donde el ejecutivo cuenta con la mayoría en el congreso, además de una disciplina por parte de los diputados afines al gobierno, porque de esta forma es más fácil sacar adelante su programa de gobierno; los partidos de oposición no cuentan con los votos suficientes para oponerse a las iniciativas del gobierno.
Si bien es ciertos que contar con la mayoría en el congreso y la disciplina del de los miembros del partido evita la obstrucción parlamentaria, a la que tanto criticaba Carl Schmitt, teórico del régimen nazi, también es cierto que es la única manera de evitar que se llegue a gobiernos autoritarios.
Lo que pasó con el conocido plan B de la reforma electoral del presidente de la República nunca se había visto en la práctica parlamentaria de nuestro país, incluso en las épocas más oscuras del régimen priista. Si bien es cierto que había una simulación respecto a la independencia del poder legislativo, también es cierto que se tenía cuidado de no violentar el procedimiento legislativo.
Aprobar una iniciativa enviada por el presidente de la Republica de más de trescientas páginas (337), en tan solo tres horas no tiene parangón con otras legislaturas. Es evidente que muchos de ellos no tuvieron tiempo de leerla y, mucho menos, de analizarla y debatirla. La orden del presidente de que no se toque ni una coma a sus iniciativas es directamente proporcional al grado de sumisión de los legisladores; la toma de decisiones sin consenso no es democracia, es imposición.
Cuando pensamos que los diputados levanta dedo había quedado en el pasado, como una de las más desdeñables prácticas parlamentarias de la historia de México, resurge con mayor vehemencia hoy en día.
Una cosa es la disciplina de los legisladores a su partido político que los postuló y otra cosa es la sumisión. La disciplina partidista ciega define al legislador en su ideología, compromiso partidista y su carrera política, que puede verse truncada por desobedecer al líder del partido, pero también en su dignidad.
La doctrina se refiere a la “adecuada disciplina partidista”, como aquella en donde los diputados tienen la libertad de oponerse a las iniciativas de su partido en las que no están de acuerdo, resultado de un estudio pormenorizado del tema.
Lo que se espera de los legisladores en una democracia es que las iniciativas de leyes se debatan y discutan con la seriedad y objetividad requerida, cuanto más, aquellas iniciativas de gran impacto en la vida nacional.
No se puede decir que los legisladores que votaron a favor de la reforma electoral estuvieron de acuerdo en todos sus términos, sencillamente porque no la leyeron. Los diputados que votaron en contra pidieron que se diera el tiempo necesario para analizarla y discutirla. El único legislador del bloque oficialista (MORENA, PVEM, PT), que tuvo la decencia de leerla fue Ricardo Monreal, quien señaló en diversas ocasiones que había artículos que eran inconstitucional y que la iniciativa debilitaría al órgano responsable de vigilar las elecciones en el país.
Ese es el nivel de nuestros legisladores y partidos políticos. No es de sorprender que son los que tienen el índice de confianza más bajo, por debajo de los sindicatos, que ya es decir mucho.
Integrante del Observatorio sobre Seguridad y Justicia del CUCSH y miembro del Sistema Nacional de Investigadores*